El diario de Blanca

He perdido la noción de los días, meses, quizás años, que llevo vagando por esta orilla del río. Ni siquiera recuerdo ya en qué momento perdí la esperanza de que alguien me adoptase en el seno de una familia y, tramo a tramo, hube de aceptar mi irremediable destino de vagabunda.

Las gentes que encontré, me fueron echando de cada sitio donde buscaba arrimo con ansias de un bocado que colmase, al menos en parte, el desgarrador hueco que desde siempre araña mi estómago. Tal vez fuera pedir demasiado una mirada de afecto que acariciase las llagas de mi alma. Los bocados los tuve que robar a hurtadillas, y el cariño jamás lo vi en esas manos castigadas por el sol que laboran la tierra, ni en esos ojos resecos que hurgan entre las nubes una lluvia fina que fecunde las cosechas. Muy por el contrario, recogí el mismo grito de diferentes labios –“largo de aquí, chucho”–, a veces un golpe desprevenido y en ocasiones alguna pedrada. Y así fui avanzando desde el nacimiento del río -donde debieron abandonarme cuando apenas era un cachorrillo-, empujada siempre por el rechazo de aquellos que no querían ver mis huellas en sus cultivos, ni ante su vista mi figura andrajosa, convertida en albergue para los insectos y parásitos oportunistas.

Muchas veces, sobre todo en mis momentos más lamentables, me pregunté qué habría sido de mi vida si en vez de avanzar por esta orilla del río hubiese elegido la otra. Este planteamiento me hizo buscar un vado por donde cruzar al otro lado, en el intento de cambiar mi suerte. Pero el río es ancho y caudaloso, motivo por el que aún no he conseguido vadearlo. No, no me atrevo con esta corriente. Lo cual no significa que me haya resignado a tan errático destino, sino que espero el momento propicio que cambie mi estrella de una vez por siempre. En algún sitio debe hallarse la pasarela que cambie mi suerte, y ha sido su búsqueda la causante de todas mis desdichas, aunque, también tengo que reconocerlo, a ese sueño de alcanzarla le debo el aprendizaje que me hace superar las duras pruebas que constantemente impone la Naturaleza.

Cuando llegué a este tramo de la vega, donde ahora puedo ladrar mis memorias, el huerto estaba deshabitado. Sólo algunos días, por momentos que me parecían fugaces, acudía una pareja de ancianos que faenaban con presteza y se iban rápido con el capacho cargado de hortalizas. Quizá fuera por eso de las prisas que ni siquiera tuvieron tiempo de fijarse en mi presencia, y tal vez fuese por sus breves visitas que yo me acostumbré a vivir al descubierto, sin la tensión que siempre me han impuesto los propietarios de estos campos. Lo que sí está claro es que fue la ausencia de sobresaltos la que me hizo ganar algunos kilos, ya que mi barriga sigue haciendo los mismos ruidos de siempre. Es el dragón del hambre creciendo en mis entrañas, hasta hacerse tan grande que todavía no hallo forma ni opípara comida que por completo lo sacie.

Las características de esta huerta me invitaron a hacer un paréntesis en mi etapa errante. Y ha sido al detenerme cuando he podido apreciar el movimiento en las cosas que a simple vista me parecían congeladas en el tiempo. La hierba, el río, los árboles, la tierra, siempre están ahí, nunca se movieron de su sitio como puedo hacerlo yo y, sin embargo, ahora aprecio el constante cambio que hormiguea en lo estático. En la soledad de este huerto he aprendido a estirarme para coger el fruto que el árbol aún no quiere soltar. Fruto amargo en comparación con aquél otro que las ramas me regalaron en el momento justo, y del que hasta mi dragón interno se ha deleitado con el dulzor de su jugo.

Aquí mi única distracción consiste en observar el ciclo natural de todos los seres que me rodean. Nacen, crecen, dejan su semilla y desaparecen. Sin embargo, algo raro me pasa por contraste con estos entes. Sé que no puedo crecer más, y quizá por eso me estiro para alcanzar esos espacios que la vida le ha vetado a mi diminuta naturaleza. Estirarme para descubrir el vergel que intuyo en la otra orilla y, aunque no puedo cruzar el río, reconocer sus frutos en este lado. Y así ha sido que he aprendido de lo minúsculo que es el ciclo de una flor, un insecto o una mariposa. He observado cómo se ensanchan los ciclos en los que el viento se detiene y deja reposar el calor hasta que la tierra baldía grita a lo alto su ruego reseco; o aquéllos en los que el cielo sopla su hálito frío y la lluvia se congela antes de llegar al suelo.

En este retiro pasé uno de esos grandes ciclos en que los sudores dieron paso a las tiriteras, que a su vez se calmaron cuando el campo recuperó los colores de la primavera. La buena nueva la trajo una pareja de golondrinas que empezó a acumular barro para construir su nido en el tejado de la casa. Cuando la hembra revistió el interior con hierba y plumas, pensé que era el momento ideal para retomar el destino errante que había sido interrumpido casi un año antes. Y ya me alejaba siguiendo el curso del río, cuando el estruendo de unos ladridos retumbó en el lugar.

Entonces le vi, tan negro, tan guapo. Responde y obedece al nombre de Airjul. Es sorprendente lo que me ha pasado. De repente la otra orilla se ha convertido en ésta. Ya no busco el puente ni la pasarela, pues con el amor de un perro labrador puedo volar a donde sea…

Publicado por

Angela Castillo

Aprendiza de Poeta Maga