El latido del tiempo

En la niñez percibía el tiempo como un pálpito imparable que se acompasaba con el latido del corazón. Tic tac… Tic tac… pulsaban los colores del primer reloj en mi oído y, mirando las manecillas que recorrían su circunferencia, trataba de entender los distintos ritmos en cada una de ellas. La aguja de los segundos, la de los minutos, la de las horas.
Después el tiempo salió de la circunferencia primaveral y fue ensanchando sus ciclos en el calendario de los días, trimestres, años, trasladándome a este momento en el que varias décadas quedaron atrás; a esta estación en la cual “el antes” se pone delante cuando veo en el arcén un reloj de colores chillones que una niña pelirroja acerca a su oído. Es ella y soy yo. Es el mismo espacio de inocencia expectante que nos vive desde fuera del tiempo, mientras ambas sentimos el pálpito de cada segundo.
La imagen activa historias dormidas. Un recuerdo se despierta y me encuentra en este presente con la percepción renovada, concentrando en un instante lo que fui, lo que soy, y el recorrido que me condujo hasta aquí. Algo así como si las horas estuviesen fabricando un camino visible y, a la vez, un tiempo fuera del tiempo. Pues qué sería un segundo si no llevase en sí mismo el primer y el último aliento, la muerte y el nacimiento, la escurridiza frontera entre lo vivido y el porvenir.
También un minuto puede determinar un antes y un después. El último minuto antes de que el tren arranque en un viaje de muchas horas que conducen a una estación en la cual los años atrapan. ¿Faltó ese minuto y perduró el antes? O acaso sobró el tiempo pero en el último momento huyó el coraje de cruzar el andén y subir al vagón. El latido del tiempo puede romper cada historia en dos, en lo que podría haber sido y no existe; en lo que sigue siendo y va definiendo, de entre todas, la única posibilidad para ser lo que soy.

Publicado por

Angela Castillo

Aprendiza de Poeta Maga